Por Vilma Recinos / Abriendo Brecha
El 19 de junio se cumplieron 41 años que el ejército salvadoreño asesinó a mi abuelo, Luis Alonso Recinos. Lo asesinó el día que asesinó a otras 15 personas, entre ellas, cinco mujeres, un niño, y a 10 hombres más, la mayoría jóvenes, en la masacre que más tarde se conoció como la “Masacre del Picacho”. Pero ese día, también fueron asesinadas otras personas, en distintos puntos de la comunidad Santa Marta. Se habla de 27 a 30 personas campesinas asesinadas. Unas en el Picacho, otras en la Pinte y en San Felipe. La mayoría de ellas, según los testimonios de sus familias, eran personas civiles. No tenían armas de fuego para defenderse, no eran combatientes. Unas fueron sacadas de sus casas, otras, encontradas bajo un árbol, mientras trataban de proteger su vida.
En este último grupo, se encontraba mi abuelo, Luis. Un hombre campesino, humilde, servicial, según me lo han descrito mis padres, mis tías, tíos y amigos adultos que lo conocieron. Mi abuelo tenía más de 60 años. Quienes lo conocieron, también lo describen como una persona alegre, se reía por cualquier cosa y hacía bromas hasta de sus propias miserias. Pero, sobre todo, lo recuerdan como el buen carpintero que fue; que supo enseñar cómo se hace una silla, una mesa, un banco, una cama, entre otros muebles. Oficios que aprendieron sus hijos, como mi padre, que ha sido capaz de construir todos los muebles de nuestra casa.
En Santa Marta, no hay familia que no haya perdido un pariente durante la guerra. Padres y madres que lloran a sus hijos e hijas. Hijos que lloran a sus padres, hermanos y hermanas que lloran a sus hermanos y nietos que no tuvimos la oportunidad de conocer a nuestros abuelos y abuelas. En esta comunidad se registraron alrededor de ocho masacres entre los años 80 y 81, según el Comité de Memoria Histórica.
A mi abuelo Luis no lo conocí físicamente. Yo nací años después de su crimen, tampoco mi hermana y hermano mayor tuvieron la oportunidad de conocerlo porque aún eran niños. Lo que sabemos de él es lo que nos han contado sus hijos, mi abuela y sus amigos.
A mi me han contado tantas cosas bonitas de él que no comprendo por qué lo mataron. Lo imagino como una persona de estatura media, como mis padres o tíos. Delgado, sonriente. Lo veo llegar a casa de la milpa, con su sombrero, su cuma, su cebadera colgando sobre su hombro izquierdo, acompañado de un tecomate. Haciendo bromas a mis tías que salían a encontrarlo cada tarde que llegaba a casa. Pero, todo eso quedará en imaginación. Nunca sabré el timbre de su voz, sus regaños y sus consejos de abuelo. Ni siquiera tenemos una foto para imaginar su rostro, sus expresiones y su sonrisa por la cual se caracterizaba.
Me niego a imaginarlo muerto, desaparecido en ese pedazo de suelo del cerro el Picacho, bajo ese árbol donde trató de protegerse de los militares.
Mi abuelo no fue combatiente de la ex guerrilla del FMLN, la causa por la cual el ejército salvadoreño persiguió a los centenares de campesinos y campesinas de Santa Marta. El día que lo mataron, solo cargaba en sus bolsas de pantalón algunos clavos que usaba para su carpintería.
No sabemos dónde exactamente está su cuerpo. En estos 41 años, aún no tenemos una tumba donde llevarle flores. Nos quitaron el derecho de conocerlo, abrazarlo y decirle un te quiero. Nos quitaron el derecho de enterrarlo dignamente.
Su nombre está plasmado en el Monumento de la Memoria y la Verdad, ubicado en el parque Cuscatlán, como una esperanza de que su legado seguirá vigente.
Pero donde más retumba su nombre es en las identidades de sus nietos y bisnietos que se niegan a borrarlo de la historia.
Hasta donde quiera que esté.
Su nieta, Vilma