Por JULIO ALEJANDRE CALVIÑO

16 de marzo de 1981
Está amaneciendo. Hace dos días que bombardean el caserío. Por el día sobre todo, pero también por la noche.

No hace mucho cayó un mortero ahí nomás, directo al palo de zapote. Lo hizo astillas. Mi padre con mi hermano Chemo han cavado un agujero al otro lado del cerco, entre los palos de café, y lo han tapado con maderas y tierra.

Nos metemos todos dentro, pero apenas ajusta. El agujero es pachito y el terrizo que lo cubre no garantiza.

Estoy sentada junto a mi mamá, y la ayudo a chinear a mi hermanito. Se me ven las rodillas, que están sucias y algo terrosas. Estiro la falda, pero es demasiado corta y no alcanza a cubrirlas. Toda la ropa se me está quedando pequeña. Mi mamá dice que estoy creciendo muy aprisa, que me va a cortar un par de vestidos en cuanto pueda comprar la tela. Estamos todos callados, nadie se anima a platicar. Mis hermanos no lloran ni gritan, están como temblorosos, con mucho miedo. Yo también tengo miedo pero estoy tranquila, no sé por qué.

Me fijo en una hormiga negra, de esas que les dicen guerreadoras, que va trepándose por el pie y después por la canilla. Pican duro, pero si te mantienes quieta, sin respirar, entonces no hacen nada. Está algo perdida, igual que nosotros. Se mueve deprisa, con sus patitas delgadas y largas, y apenas la noto sobre la piel. A don Peto, mi padrino, se le metió una hormiga en la oreja mientras dormía la borrachera, en medio del monte. Llegó a casa tambaleándose y gritando del dolor, agarrándose la cara con las dos manos. Se devanaba por el suelo y brincaba y se daba cabezazos contra los horcones del corredor. Tuvieron que sujetarlo entre varios hombres para intentar sacarle la hormiga. Le hurgaron en el hueco de la oreja con una ramita y, como no salía, llamaron a la Licha, que tiene las uñas largas. Pero tampoco. Al final fue mi abuela quien dijo: échenle agua caliente, no sean brutos, y así salió.

Se oyen venir las granadas. Zumban antes de estallar igual que los zancudos cuando se te acercan a la oreja, pero más fuerte. Entonces cierro los ojos y encojo los hombros. Pienso que si nos cae una encima nos vamos a morir todos. Pero revienta y aún seguimos aquí, vivos. Algunas caen bien cerca y la tierra se sacude con un temblorcito. Y le corre a una como un escalofrío por la espalda. Por ratos vienen más seguidas, bum, bum, bum, y después se calma un momento.

Con este, ya son dos operativos en un año. El otro, el primero, fue horrible. Era aún la época de las lluvias. Entonces no bombardearon tanto, pero los soldados llegaban a las casas preguntando y sacaban a los hombres, y a veces también a las mujeres. Una tarde se llegaron a la nuestra. Eran muchos y a mí me dio frío al verles las caras pintadas. Preguntaban por mi padre, que dónde estaba, que saliera. Pero él no se quedaba en casa desde el inicio del operativo. Dormía por ahí, en la montaña, donde lo agarraba la noche, con otros hombres. También mi hermano Chemo, que ya está muchacho. Y eso no les gustó, no hallarlos. Mi mamá les decía que andaba en las cortas de café, por el lado de Santa Ana. Pero no la creían y se iban poniendo más enojados. La ultrajaban diciéndole vieja tal por cual, ¿quién es que ha cultivado esa milpa pues? Y estos chinos, ¿también se van a hacer guerrilleros? Entonces, uno de ellos me agarró por detrás, jalándome fuerte del pelo, y me puso en la garganta el yatagán. Apretaba duro y me hacía mucho daño, pero yo no me quejaba ni pispileaba, del miedo que tenía. Me acuerdo que miraba de reojo el brazo moreno del soldado y alcanzaba a verle el reloj. Marcaba las tres y cuarto. Las tres y cuarto es la hora de la muerte, pensaba. Dios guarde, me asusté tanto que cerré los ojos muy fuerte para no ver esa hora en que me tocaba morirme, allí, delante de mi mamá y de mis hermanos pequeños. Pero no. Vino otro soldado y le dijo que sólo era una niña, que me soltara. Ni cuenta me di que tenía un corte en el cuello. Después de eso mi mamá nos metió a todos para la casa y estuvimos encerrados, con la puerta trancada toda la noche, hasta que se marcharon a buena mañanita.

Hablamos poco. Ni siquiera Chemo, que es bromista, tiene ganas de hablar. Mi mamá se trajo un pedazo de queso envuelto en el mandil. Lo reparte entre todos. Sólo eso comemos. No hay más: ni un pedacito de tortilla, ni un poco de azúcar. Los pequeños lloran porque les duele la tripa. A mí también me duele, pero no lloro. Ya se ha hecho oscuro. Mi padre dice que hay que seguir en este agujero. Tengo ganas de evacuar. Llevo aguantándome toda la tarde y ya no puedo más. Si no salgo me lo voy a hacer encima. Entonces le digo a mi padre y me deja salir afuera. En la noche hace algo de fresco y nos apretujamos todos un poco más. No hay tales de dormir. Me estoy callada en la oscuridad, con los ojos pelados. Por los agujeros del terrizo se ve un claror suavecito de la luna en creciente.

17 de marzo

Está cheleando el día. Vuelven a caer los morteros, igual que ayer, sólo que ahora también se oyen disparos. Estarán combatiendo con los compañeros. Le pregunto a mi mamá por qué todo el mundo les dice los compañeros. No me contesta nada, se queda muy seria. A veces se me olvida que no le gusta hablar de eso. Le recuerda al tío Tomás, que lo mataron en un combate. El tío Tomás era el hermano pequeño de mi mamá, casi de la edad de Chemo. Buena onda conmigo. Siempre estaba alegre. Pero se murió. Le vinieron a decir a mi mamá un día en la noche y estuvo llorando quedito hasta el alba. Yo la oía llorar desde mi petate, y también suspirar. Lo capturaron y después lo mataron, así decían, pero el cuerpo nunca se halló.

Hace un rato ha venido un hombre. Estuvo platicando con mi padre, en voz baja. No les entendía lo que hablaban. No será nada bueno. El hombre ya se ha ido y mi padre nos dice que salgamos afuera, que nos vamos. Al principio, casi no podía caminar. Me daban calambres en las piernas, de estar sentada, y las sentía dormidas. Al llegar a la casa vemos que ha caído una bomba justo en medio. Tiene el techo derrumbado y dentro todo está despanzurrado o patas arriba. Hasta el tapesco donde yo dormía y la caja que guardaba debajo, con mis secretos. Lo más valioso son las conchas que me trajo mi padre una vez que anduvo por la playa, tan lisas y brillantes y con esas arruguitas igual que si fueran uñas. Eran nueve, de distintos tamaños. Para hacerme un collar necesito más y mi padre me prometió que algún día me iba a llevar con él, al mar. Ahora no me queda ninguna. He estado buscando y ni siquiera un trocito he encontrado. Mi mamá me llama, que me salga de adentro, dice. De la casa, sólo la cocina ha quedado entera. Damos unas vueltas por la finquita, buscando al ganado. A la vaca y al ternero no les ha pasado nada, pero las cabras se han de haber huido. Hay algunas gallinas muertas, del susto quizá. Estas gallinas rojas que trajo mi tío Luis son ponedoras, pero muy nerviosas y con nada se mueren. Arribita de la casa la tierra está removida y se ven los hoyos grandes de dos granadas.

Nos alistamos ligero. Sacamos alguna cosa, algo de comida. Yo llevo una cebadera con tortillas y otro vestido que he recogido de un baúl donde guardamos la ropa. También mi madre recoge una mudada, y así salimos. En la casa ha quedado todo lo que no voló la bomba. El grano cosechado, los animales, todo. Cómo lo vamos a sacar, dice mi mamá, si están encimita los militares. Mi padre nos apura, dice que vamos a ir a donde el abuelo. Está algo cerca. Caminamos todos. Van deprisa y yo tengo que correr por veces para no quedarme atrás. No quiero ir la última, podrían aparecer los soldados y capturarme a mí.

Pienso en la granada que cayó en la casa. Gracias a Dios que nos fuimos, si no ahora todos estaríamos muertos. Tirados en el suelo, llenos de sangre y con los ojos abiertos. Me asusta morirme. Una vez vi uno, un muerto, de cerca. Fue el año pasado, cuando mi tío Chico se cayó del tronco. Era un tocón enorme de cóbano y lo habían alzado sobre un andamio, para cortarlo y sacar tablones. Mi tío estaba encaramado en lo alto y mi padre en el suelo, y entre los dos manejaban la sierra abrazadera. Pero la guindola se vino abajo y aplastó a mi tío. Lo llevaron a casa y lo pusieron en un petate mientras se alistaban para llevarlo en hamaca hasta la clínica. Pero no hubo tiempo. Allí mismo se murió. Tenía los ojos abiertos y miraba a lo lejos, detrás de uno, como si yo fuera un fantasma y me traspasara. Me dio mucho miedo y mucha tristeza, y ya no quise verlo. Yo no quiero quedar así, como mi tío Chico, muerta y con los ojos pelados.

La casa de mi abuelo Pío está por el lado de Los Talpetates. Es muy grande, con galerías en los cuatro costados y un corralón enorme. Cuando llegamos ya había mucha gente reunida, como en las tardes alegres, sólo que aquí nadie está alegre ni hace bulla, todo el mundo está temblando de miedo. Las tardes alegres se han hecho siempre los sábados. Empezaban sobre las cinco o las seis y se iban terminando sobre las doce o antes, dependiendo de si llovía o no. Se juntaba una gran multitud, la gente se reunía en grupos. Las mujeres preparaban comida: tamales, pupusas, pasteles… cualquier cosa que se pudiera hacer y vender. Y el pisto que se recogía iba para la organización, decían, para los compañeros. Bailaba todo el mundo. Tocaba el conjunto formado de la misma gente campesina, Chepe Santos, que es ciego pero toca muy bien el requinto, el finado Tobías y otros que no recuerdo los nombres. Me acuerdo de sus caras, pero de los nombres no. Aguantábamos bailando toda la tarde, hasta reventar. Yo iba con alguna vecina. Solo así me dejaba ir mi mamá, porque a ella no le gusta bailar. Tampoco a mi padre. Y, al finalizar, me volvía con la misma vecina. De noche.

Esperamos un rato, quizá dos o tres horas. Es por la tarde, ya tarde. No ha seguido el bombardeo, pero por los cerros de alrededor se oye disparar muy seguido. Entretanto llega más gente, otras familias, pues. Conozco a los que son parientes y a los vecinos, pero a otros nunca antes los he visto. Hay gente por los alrededores de la casa, debajo de los árboles y más allá del cerco. Quiero contar a todos los que están, pero son muchos. Yo me puedo los números hasta el cien, los he aprendido en la escuela, con doña Luisa, la maestra. Pero ya hace días que no viene, desde que las cosas se han puesto feas. La última clase fue muy triste. Hasta lloró. Dijo que éramos como sus hijos, pero que no podía seguir. Le hicimos unos regalos y a mí me tocó leer las palabras de despedida. Me salió muy bien: aunque leo despacio no me equivoqué ninguna vez.

Estoy junto a mis padres, esperando, no se puede hacer nada. No te dan ganas de hablar con nadie ni menos de jugar, ni nada, sólo estamos esperando a ver qué es lo que va a pasar. Hay quien mastica unas tortillas, frías, porque fuego nadie ha encendido. La bulla es que vamos para la frontera, a cruzar el río. Pero a saber. Se oye el rumor de la gente, pero un rumor como apagado, del temor que tienen todos. También se oyen los disparos cerca, en las lomas. Cuando algunas balas vienen para acá se oye un grito y todos se tiran al suelo. Pero a nadie han herido.

Como a la oración llega una señora corriendo. Nos dice: sálganse, que los soldados están en la finca, ahí arribita, bajando el cerro. La gente se asusta y empezamos a movernos, cargando con los tanates que llevamos, lo que cada cual pudo recoger, que tampoco es mucho. Yo camino al lado de mi mamá, aunque por ratos me pierdo porque de repente alguien grita: vienen, están allí los soldados, y todos se dispersan y se esconden donde pueden, y es un desbarajuste. Cualquier ruido que se oye, nos asusta. La gente cree que se trata de una emboscada, que de noche todas las sombras se confunden, aunque haya luna. Una luna muy linda. Por eso caminamos entre los árboles, por si acaso están cerca los militares. Avanzamos muy despacio, parando a cada rato. Hay quiénes van delante, guiando a la columna. Ellos dicen cuándo hay que caminar y cuándo no. Y así hasta llegar a la iglesia de la Peña.

Allí nos juntamos con la gente de otros caseríos, de La Peña, del valle de Copinolapa, vamos, de los alrededores. También han venido de El Rodeo y de Santa Marta. Estamos un rato esperando. Hay algunos heridos y enfermos. Los cargan en hamacas. Mi abuela misma, por parte de mamá, tiene el dengue y no puede caminar. La llevan en una hamaca entre mi tío Juan, mi tío Toño y otro señor que no le sé el nombre. Nosotros nos hemos sentado entre unos árboles, junto a un paredón destrozado. Estoy cansada, cansadísima. Mis hermanos también. Todos han venido andando, menos el pequeño, Pedro, que lo lleva mi mamá en los brazos.

Me tumbo en el suelo y cierro los ojos. Siento el cuerpo tan pesado como si fuera una piedra. Parece que se me escapa la sangre por las puntas de los dedos y por las niñas de los ojos. Si me duermo, pienso, nunca me voy a despertar, pero se está tan galán aquí, jugando a estar muerta. Mejor abro los ojos. Las ramas de los árboles se mueven tantito. Entre medias se ven algunas estrellas brillantes. Hay una muy bonita que late con un brillo azul. Hago un puente con la mirada. Tiene muchos escalones muy pequeños y trepo por ellos. A mitad de subida me vuelvo y veo la muchedumbre alrededor de la iglesia como una gran mancha de tinta. No hay ninguna luz, ninguna, ni siquiera una brasita. Me llegan las voces apagadas, como el murmullo del rezo en los velorios. Un ruido que se va y se viene con el aire. También la escalera se zarandea. Ahora es una cuerda y me mezo igual que en el columpio que había en el patio de la escuela. De repente se oye el papaloteo de un helicóptero, me asusto y me caigo. Aaaaaay, grito. Me despierta mi padre. Me mira muy serio, pero callado. El helicóptero se acerca más y más. El ruido llena el cielo por todas direcciones y no sé a dónde mirar para buscarlo. Al final veo la mancha negra sobre el cielo claro. Nadie habla, aunque no nos vayan a oír. Guardamos la respiración esperando, esperando, hasta que el animal dobla el rumbo y se pierde por el lado de Azacualpa. Pero aún retumba un rato el papaloteo o será que se ha quedado metido dentro mi la cabeza.

Nos dicen que tenemos que movernos. La gente se levanta cansada. Parece que oigo cómo les crujen los gonces de los huesos. Mi mamá me sacude la tierra del vestido pero no me regaña. Se va formando otra vez la columna para agarrar el camino. Ahora vamos cuesta abajo. La columna es larga y da vueltas igual que el propio camino. Lo que más reluce son los sacos de maguey que llevan en la cabeza algunas mujeres, encima de un yagual, como cuando llevan un cántaro de agua. Por detrás de nosotros la fila se pierde y no alcanzo a ver la cola. Habrá tanta gente como en esa marcha que hubo en Egipto, que viene explicada en la biblia, cuando cruzaron un mar. Pienso cómo vamos a poder cruzar el río nosotros, tantos como somos, y en qué puesto nos vamos a quedar después. De qué vamos a comer, si vamos con las manos vacías, llevando a cuestas sólo la vida. Me aflijo con estos pensamientos. Quiero preguntarle a mi mamá pero mejor los guardo para mí sola, por no afligirla también a ella. Quizá todos piensan igual a mí y por eso nadie habla. No hay otro ruido que el de los pasos. Los pasos de tanta gente en un medio silencio y medio murmullo… No sé, una cosa rara que nunca antes había sentido. Ni siquiera se oye el llanto de los tiernitos. Algunas madres llevan trapos en la mano y tapan la boca a sus hijos si hacen ademán de llorar, para que los soldados no nos detecten. Si no le quitan luego el trapo, alguno se puede ahogar. Qué horror. Mejor rezo unas oraciones para que mi hermano no llore. Ahora lo carga mi tata y va dormido. La cabeza se le balancea según los pasos. Así, dormido, parece más guapo. Los cachetillos son redondos, igual a las guayabas maduras.

No refresca, aunque es de noche. Más caliente está. Es porque seguimos el camino para abajo, para abajo, durante horas. No cargo reloj, pero la luna subía por la derecha y ahora cae a la izquierda. Nos va siguiendo. Cuando caminamos, se mueve. Cuando nos detenemos, se detiene. A veces se esconde detrás de los cerros o se deja acariciar la panza por los charrales negros que hay en los filos. De pequeña, mi abuela me contaba del conejo que está dibujado en la cara de la luna. Allí estaba acostado el tío Conejo, me decía, antes de bajarse para acá a ajustarle las cuentas al tío Coyote. Pero mi abuelita se murió una tarde y nadie me contó más historias de aquellas. Me las cuento yo sola. Las tortillas que eché en la cebadera se han acabado. Yo no he comido ninguna, no tengo hambre. Sed es lo que tengo, que de tanto pie pateando el camino hay una polvazón perra y se reseca la garganta y da sed. Pero no nos queda agua. Cruzamos un caserío abandonado. Las puertas de las casas están cerradas. Ni perros quedan que nos ladren al pasar.

Oigo un ruido nuevo. No lo reconozco hasta que alguien dice que es el río. Es cierto: ya huele a humedad. Estoy muy cansada, pero es un cansancio que no duele. Es un cansancio como de desmayarse, mezclado con sueño. Me tumbo en la orilla y bebo, embrocada sobre el río, igual a las bestias.

18 de marzo

Faltará poco para que amanezca. La luna ya ratos se ocultó pero chelea el cielo por oriente. Mi padre va a buscar palos para hacer una balsa. Entre el gentío veo una mujer que se aleja del río, una mujer igual que mi madre, con un niño en los brazos con la misma ropa que mi hermano. Es mi madre que se regresa. No sé por qué lo hace, pienso, pero me voy detrás de ella, algo a distancia porque camina ligero. Me cruzo con la gente que aún está bajando y varios me dicen que no siga, que nadie tiene que volver porque los soldados están cerca. Al que vuelva lo van a capturar y a matar. Entonces me detengo. Quizá se regrese mi mamá, pienso, aunque veo que sigue adelante, para arriba. Me he detenido junto a un cerco de piedras y me siento en él. Miro pasar a los que bajan, aunque ya no es la columna cerrada que veía detrás. Es gente rezagada. Ancianos, mujeres chineando, enfermos. A mi lado hay un hombre herido que grita quedito. Tiene la pierna ensangrentada. Está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el cerco. Todo el mundo pasa al lado, sin hacerle caso, sin ayudarlo. Al menos el rato que yo estoy allí. Y él gimiendo del dolor. Voltea la cabeza y me ve. Tiene sombrero y yo no le veo bien la cara. Me habla como enojado. Que lo han herido en los combates, me dice, que los compañeros lo han bajado en una hamaca y lo han dejado allí mientras buscan cómo pasarlo al otro lado del río. Me cuenta que fue una granada, que estaba escondido tras unas talpujas y la vio caer. Ligero se movió al otro lado, pero no lo suficiente. Estalló y le llevó la rodilla. Tuvo suerte y lo sacaron, aunque ha perdido mucha sangre. Lo escucho mientras espero a que mi madre regrese. Pero no lo hace. Le digo adiós al hombre herido. No he podido verle la cara, pero ya no grita.

Me vuelvo para el río. La orilla está llena de gente sentada en grupos, hablando quedo, de gente que se mueve, de gente perdida como yo. Ahora tengo miedo, porque estoy sola. No conozco a nadie. En esta luz medio gris del alba no se distinguen las caras. Camino entre los grupos sin ver. No quiero pensar para no llorar. Alguien me agarra del hombro. Es mi tío Luis. Mi padre y él preparan la balsa. Están todos con ellos, también mi mamá. Mi padre está enojado conmigo porque me había ido. El caso es que no sé por qué salí tan deprisa, detrás de aquella mujer. Y allí estamos hasta que arreglan la balsa con unos cuatro o cinco troncos, amarrados con bejucos. Ojalá que no se hunda, porque el río es ancho. La otra orilla se ve lejos, pero ya hay quienes han pasado. Mi padre no hace nada. Quizá piensa pasar después, o esperar hasta el final. Mi mamá se enoja con él. Cómo eres de indeciso, le dice.

Ya clarea la mañana y entonces pasa una avioneta. La avioneta viene delante, explorando. Así que la gente empieza a cruzar el río. Primero los que pueden nadar; pero otros que no saben también se tiran al agua. Por eso, a muchos se los lleva la corriente con sus bultos de ropa y los tanates que cargan. Se ahogan. En menos de nada se ha formado el pánico y es una llorazón de la gente y una gritolera. Veo a una muchacha que nada para alcanzar la otra orilla. Se le hunde la cabeza y vuelve a asomar tantito más abajo. Chapotea con las manos como loca, hasta que se agota y se deja llevar por la corriente. Antes de desaparecer se vuelve un momento hacia donde yo estoy. Tiene el pelo muy negro y la piel morena y brillante de agua. No la veo más. Más acasito hay una balsa hecha de petate. Va muy cargada y empieza a dar vueltas al entrar en lo más duro de la corriente. Se va inclinando, inclinando, hasta que se vuelca y todos los que van encima caen al agua. Hay varios niños y mujeres que patalean y bracean en el agua, a la desesperada, y un hombre agarrado aún a la balsa por un bejuco. El hombre se estira para alcanzar a los que nadan pero sólo consigue enganchar por los pelos a un chigüín. A los demás los va alejando la corriente. Una de las mujeres lleva en brazos un niño de pecho y no lo quiere soltar. Lo agarra con un brazo y con el otro intenta nadar, pero se hunde. Al final, puede más la propia vida y suelta al tiernito, que se hunde, envuelto entre pañales azules y blancos, parece una flor caída al agua. La mujer, entonces, nada hacia la balsa y se agarra a ella.

Nunca antes había visto cosas así. Siento como una angustia grande por todos los que se ahogan. Me entra un temblor al pensar en esos pequeños iguales a mis hermanos, en si nos pasará lo mismo a nosotros. Ya no quiero cruzar el río. Estoy abrazada a mi madre y mis hermanos, formamos todos una piña. Mi tío Luis dice que hay que cruzar antes de que lleguen los militares. Sí o sí, dice. Mi padre se anima y botan la balsa, pero no cabemos todos y hay que dar varios viajes. Yo voy en el primero. A mi hermano Pedro tienen que amarrarlo porque da unos grandes gritos y se mueve y no quiere meterse en la balsa. Chemo y mi padre van nadando, a los lados de la balsa, metidos en el agua. Yo voy nadando también, sujeta con una mano a un madero. Por ratos siento que me hundo, peor en el centro del río, donde la corriente es fuerte y tira de una. Pero llegamos al otro lado. Y yo tan feliz porque no ha aparecido la aviación y pienso que ya no podrá pasarnos nada. Mientras mi padre se vuelve con la balsa para dar otro viaje, me quito el vestido allí mismo, en la orilla, lo escurro bien y me pongo el otro que llevo, que no se ha mojado y está seco. Ya se ve el sol por encima de los paredones que dan al río y empieza a hacer calor. Mi padre y el tío Luis regresan con el último viaje. Entonces se oye el papaloteo del helicóptero y a todo el mundo le entra el terror. Viene volando bajito, por el propio río, y se queda suspendido en el medio. Forma un vendaval bravo que nos salpica de agua, como si estuviera lloviendo. Desde dentro disparan en todas direcciones. Es como un trueno continuado. La gente es toda carreras. Meto la ropa mojada en la cebadera y yo también corro.

Siento un golpe muy fuerte y caigo al suelo. Lo veo todo rojo. Me duele en alguna parte, me duele mucho y me voy a desmayar. Mi padre me recoge y me lleva en brazos como cuando era pequeña, muy apretada, pero no me hace daño. Me acurruco entre sus brazos. Tengo la cabeza apoyada en su hombro y miro hacia atrás. Veo a los soldados allá arriba, dentro de la panza del animal. Se ven los destellos brillantes de los disparos. Son como estrellitas amarillas con tres puntas. Pero no se sabe a dónde va cada bala, de qué fusil proviene. El humo de la pólvora forma una neblina sobre el río y las aguas van agarrando color rojo.

Nos metemos en medio del charral, cerca del río, para ocultarnos. Mi padre me deja en el suelo, y aunque la mañana ya está avanzada, siento un gran frío y el cuerpo tan pesado como si fuera una piedra. Parece que se me escapa la sangre por las puntas de los dedos y por las niñas de los ojos. Las hojas de los árboles se mueven tantito. Aún se oyen algunos disparos ralos, perdidos. Todos están cansados, sin ánimo, y nadie sabe qué va a pasar mañana. Alguien llora quedito cerca de mí, suspirando. Oigo sus voces y cierro los ojos. Si me duermo, pienso, quizá nunca me despierte, pero se está tan galán aquí, jugando a estar muerta.

Breve apostilla: “El 18 de marzo, al intentar cruzar el río Lempa hacia Honduras, un grupo de miles de campesinos es atacado por aire y tierra por el ejército salvadoreño. A consecuencia del ataque se reportan entre 20 y 30 muertos y 189 personas desaparecidas. Algo similar sucede en el mes de octubre, en la margen sur del mismo río, dejando un saldo de 147 campesinos muertos, entre ellos 44 menores de edad.” (Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, Naciones Unidas, marzo de 1993).

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